miércoles, 24 de julio de 2013

Cenizas del futuro




Ella se despertó sobresaltada, en medio de la noche. Le había despertado otra vez esa sensación. Esa sensación que te hiere por dentro, que te desgarra, que te desazona, pero que a la vez te impulsa a vivir al límite, a luchar, a amar con intensidad, a que cada segundo sea importante. Esa sensación de que mañana puede ser el último día en este mundo, de que todo se derrumbará, todo caerá, todo desaparecerá. Esa sensación tan certera de que la muerte acecha, cercana, sigilosa, oscura, y que no titubeará al dejar caer su filo sobre cualquiera.
Se secó el sudor de la frente y miró al hombre con el que compartía su lecho, al único ser humano al que ella amaba de verdad. Él dormía. Su respiración era profunda, pausada y rítmica. “No ocurre nada” –suspiró aliviada. Solo había sido un sueño, y nada más que un sueño. Se recostó de nuevo junto a él, intentando calmar su acelerado corazón.
Y entonces lo oyó. Era ese zumbido, de nuevo. “¡No, no, no!” –pensó desesperada, mientras corría a la ventana de la habitación, en la que se habían ocultado para pasar la noche, a observar al exterior.
Y allí estaba, como las alas de la muerte extendiéndose sobre el cielo, como un manto oscuro de miedo y dolor. Allí estaba aquella máquina infernal, esa especie de nave-robot que controlaba a toda la humanidad desde que se había impuesto la dictadura unos 10 años atrás. Estaba escaneando los edificios, como solía hacer de vez en cuando, y si a su parecer el diagnóstico no era correcto, no dudaría en abrir fuego, en arrasar todo cuanto tuviera delante, en asesinar. Millones de seres humanos habían muerto injustamente aniquilados por ese peligro que siempre estaba acechando, por la justicia “divina” que se atribuía el Dictador.
La máquina, parada frente a ese edificio, desplegó su cañón y abrió fuego. El edificio, en un abrir y cerrar de ojos, quedó destruido, envuelto en llamas. Y el silencio se convirtió en el caos, en el horror, en el terror de las pesadillas de los niños que no habían podido disfrutar de su infancia, en la muerte.
La nave se acercó al siguiente edificio, lo examinó y también lo destruyó.
La joven, aterrorizada, despertó a su amante apresuradamente. Tenían que salir de allí. El hombre, al darse cuenta de lo que ocurría, se vistió con rapidez y echó un rápido vistazo al exterior a través de la ventana. Ambos edificios habían quedado reducidos a cenizas, a escombros, a nada.
La máquina viró, y se detuvo frente al edificio en el que ellos estaban.
-Salgamos de aquí de inmediato.
El joven agarró a la mujer de la mano y ambos se apresuraron a salir de la habitación. Corrieron todo lo que pudieron por los pasillos y accionaron el botón del ascensor, pero éste no respondió. Al parecer llevaba demasiado tiempo sin funcionar.
-¡Por las escaleras!
Ambos corrieron hasta ellas y comenzaron a bajarlas todo lo rápido que les permitían sus agotadas piernas, hasta su último aliento.
Estaban ya por el 5º piso cuando escucharon una estruendosa explosión de los pisos superiores, seguido de llantos, gritos y pasos apresurados de personas que intentaban salvar sus vidas. El edificio quedó a oscuras, pero eso no detuvo a los dos jóvenes. Continuaron bajando las escaleras, esquivando en todo momento escombros que caían a su paso, procedentes de las paredes y el techo del edificio, que se desmoronaba poco a poco.
Oyeron otra explosión, esta vez más cercana a ellos. Todo tembló. Ambos se abrazaron, temiendo que aquello fuera su fin. Pero no lo fue. Cuando pudieron reaccionar, retomaron su huida. Ya estaban cerca, muy cerca de la salida.
Continuaron corriendo, jadeando, sacando fuerzas de su interior, hasta llegar al rellano principal de la planta baja del edificio. Al fondo, podían ver por fin la salida. Avanzaron con rapidez hacia ella y al llegar la cruzaron, pero aún no eran libres, pues al otro lado les esperaban una veintena de autómatas humanoides.
- Están ustedes quebrantando el toque de queda. Vuelvan al interior del edificio o abriremos fuego –dijo el comandante mecanizado.
No podían regresar al interior, pues el edificio estaba a punto de derrumbarse, y debían alejarse de ahí cuanto antes. Pero con una veintena de esos androides custodiando la salida, esperando al más mínimo movimiento para disparar, pocas posibilidades tenían de escapar con vida de aquella situación. El hombre, frustrado, apretó los puños con fuerza. La joven se abrazó a él.
- Hasta aquí hemos llegado –dijo él con resignación, dando voz a los pensamientos de ella.
Se miraron a los ojos, con ternura, con tristeza, con amor. En aquella mirada había un mundo, se lo decían todo, que se amarían hasta el final, que a pesar de todo habían encontrado la felicidad el uno en el otro. Pero también se dijeron que si iban a morir, no lo harían como ratoncillos acorralados, si no como guerreros, luchando, como siempre, hasta el final. El joven se lanzó contra el líder de los androides, y antes de que éste reaccionara, le golpeó con fuerza y se hizo con su rifle. El resto de los autómatas, se dispusieron a dispararle, pero el joven se refugió utilizando al comandante de escudo.
-¡Corre! –le gritó a la joven.
-¡No me iré sin ti! –replicó ella.
-¡Huye! No aguantaré mucho –dijo entre dientes, sujetando al robot con esfuerzo, que forcejeaba para liberarse de su captor-. Ve al lugar donde nos conocimos. Yo iré en seguida –añadió, mientras aguantaba la andanada de disparos protegido tras el amasijo de metal del comandante androide.
La joven no se movió del sitio. Se quedó mirando a su amante con los ojos abiertos como platos, horrorizada. Si se marchaba, nunca más volvería a verle. El hombre disparaba sin parar al resto de androides que comenzaron a rodearle temerosamente.
-¡Vamos! –insistió el hombre-. ¡Hazlo por él! ¡Por nuestro hijo!
La joven se llevó la mano al vientre. Allí crecía una vida, el fruto de su amor, la esperanza del futuro, un ser inocente que dependía de ella. Miró un segundo más al hombre al que amaba, con las lágrimas inundando sus ojos, y salió corriendo.
El joven disparó a los robots, cubriendo la retirada de su compañera. Ella corrió y corrió hasta perder el aliento, hasta dejar todo atrás, al edificio derrumbándose, a los robots centinelas, al amor de su vida, y se refugió en las ruinas de lo que antes había sido una cafetería situada en una de las calles más prestigiosas de la ciudad. Allí fue donde se habían conocido los dos, tiempo atrás, cuando tan sólo eran unos niños, cuando el mundo no estaba destrozado, cuando aún había vida en las calles, y las risas de los niños inundaban los parques. Ahora ya nada de eso existía.
La joven se derrumbó en el suelo y esperó, sollozando. Pasaron varios minutos, varias horas, pero ella seguía allí, sin moverse, esperando. Con cada minuto su esperanza moría un poco más, hasta que la voz de la razón desgarró su corazón como un puñal envenenado. Él ya no volvería. No volvería a ver su sonrisa, ni su mirada, ni sentiría de nuevo la caricia de sus manos tiernas, ni los apasionados besos de sus labios. Estaba muerto.
Hundió la cabeza entre los brazos, y las lágrimas rodaron por sus mejillas. Estaba sola. Se llevó la mano al vientre. Bueno, no del todo, se dijo. Pero ella sola no podría sobrevivir a ese mundo, no podría proteger a su bebé. No lo lograría. No podría luchar sin él. Y no quería.
De pronto, la destartalada puerta del local se abrió, sobresaltando a la joven, que se levantó del suelo asustada. No podía creer lo que veían sus ojos.
-Estás vivo –dijo en un sollozo casi inaudible.
-Sabía que me esperarías –dijo él.
El joven cojeaba, pues le habían herido en la pierna, pero no parecía grave.
-Siento la tardanza. Había centinelas plagando las calles. Tuve que refug… -ella le llevó una mano a los labios.
-No importa –le dijo con dulzura-. Solo importa que estés aquí.
Entonces le besó, como si fuera la primera vez, con pasión, con dulzura, con desesperación, como si con ese beso pretendiera detener el tiempo, cambiar el mundo y permanecer juntos para siempre.
¿Qué sentido tenían sus vidas, en medio de un mundo destrozado? Siempre huyendo, sobreviviendo, siempre alerta, sin poder disfrutar ni un minuto, añorando aquellos años donde aún quedaban bosques, parques, donde había vida, recordando con dolor la muerte de sus familiares, de sus amigos.
Se tenían el uno al otro, y mientras esto fuera así, lo demás no importaba. Pues el amor verdadero lo puede todo, y traspasa todas las barreras, incluso la inquebrantable barrera de la muerte.


BEGGA 
 

domingo, 21 de julio de 2013

Los sueños de Begga.

Dentro de poco, la señorita Begga compartirá también sus sueños en este blog, desvelará sus secretos y nos hará protagonistas de sus historias.
Espero que disfrutéis de ella y de sus relatos tanto como yo.

¡Un saludo! :)


MYR


domingo, 7 de julio de 2013

El reflejo de la luna



Se deseaban desde el primer momento en que se vieron y, desde ese mismo instante, estaban destinados a que sus caminos siguieran rumbos diferentes.


Las miradas y las sonrisas lo decían todo; nunca se atrevieron a confesar lo que sentían, pero sus ojos delataban lo que sus corazones escondían.


Cada día estaban más cerca pero a la vez más lejos el uno del otro. Se podían tocar, pero no podían acariciarse; inhalaban el mismo aire, pero no podían mezclar sus respiraciones.


Los latidos de sus corazones deseaban con fuerza fundirse, huir juntos a cualquier lugar, sin miedo.


Luna le mandaba tímidas señales; Sol se las devolvía, con temor; y la persona que compartía sus noches con Luna sospechaba de aquel brillo en sus ojos cuando miraba a Sol, por eso, cualquier precaución era poca.


Ella le quería con locura e intentaba convencerse de que no existía nadie más importante, pero lo que sentía por Sol se le escapaba del entendimiento, no podía evitarlo...y tampoco quería hacerlo.




Fue una noche de invierno cuando Luna decidió hacer una fiesta en su casa.

Sol, como siempre, estaba encantador. Ella intentaba acercarse a él y, cuanto más lo hacía, más veneno penetraba en sus corazones.


Pasadas unas horas, decidieron bajar a tomar algo. Uno a uno, entraron en la habitación de Luna a recoger sus abrigos y salieron a la calle.


Cuando sólo faltaban ellos dos, Luna entró en su habitación a coger los dos abrigos y Sol entró detrás.


La habitación estaba a oscuras, sólo la luz de la luna les iluminaba.


Ella estaba sentada en la cama, él se sentó a su lado. Se miraron. Luna empezó a temblar, Sol sonrió de esa manera que consigue que ella pierda el sentido y olvide lo que hay a su alrededor.


Él se acercó lentamente a Luna, la rodeó por la cintura y susurró unas palabras que apenas pudo escuchar: "déjame hacerlo, olvídate de todo". Su cuerpo tembló aún más. Un escalofrío recorrió toda su piel y sus ojos brillaban con el reflejo del Sol.


Antes de que pudiera reaccionar, sintió el calor que desprendían los labios de su oponente rozando los suyos. Se quedó paralizada por un instante, pero no podía resistirse más a aquel cuerpo que se le ofrecía como tantas veces había deseado.


Ambos cayeron lentamente sobre la cama y sus labios se fundieron, húmedos y ardientes.


Él acariciaba suavemente su cara y enredaba sus dedos entre el cabello tostado; ella paseaba sus manos por la espalda cubierta, con temor a rozar su piel y perder la razón.


Ambos deseaban seguir adelante, dar un paso más, desatar la pasión que les consumía desde hace años; pero también necesitaban frenar ese deseo casi incontrolable por miedo a que esa relación tan especial que tenían se desvaneciera entre las sábanas.


El destino decidió por ellos. Alguien les observaba entre las sombras.

Lentamente, se levantaron de la cama, miraron al amigo que se apostaba tras la puerta y le pidieron con la mirada que no dijera nada, que no les delatara.


En esos ojos sólo podía leerse la desesperación y la tristeza de un amor prohibido. Así, el amigo comprendió lo que ocurría y asintió, cerrando los ojos, como si pudiera sentir el dolor que recorría las entrañas de los dos enamorados.


De nuevo solos, permanecieron en la penumbra durante unos minutos más, de pie, uno frente al otro, abrazados y sin apartar las miradas. Se hablaban en susurros, rozándose los labios pero sin llegar a besarse. Nunca más lo hicieron.

Al fin decidieron que deberían bajar si no querían que alguien sospechara. Salieron de casa en silencio, agarrados de la mano, acariciando cada centímetro de piel.


Antes de doblar la esquina, donde se encontraban todos, se pararon, se miraron una vez más y Sol pronunció la última frase, que acabaría con la incertidumbre que embargaba el destino de ambos: 


- Esta es la última vez que voy a tocar tu suave piel.


Una lágrima rodó por la mejilla de la joven Luna y, cerrando los ojos, se soltaron las manos muy lentamente.


Respiraron profundamente, compartiendo el aire que escaseaba en sus pulmones, y se reunieron con los demás.


Luna se acercó al hombre que la retenía en su corazón. Él la rodeó por el cuello y le preguntó lo que habían estado haciendo:


- Él estaba en el baño y yo recogiendo las cosas- dijo Luna, forzando una sonrisa.


Sol se alejó con unos amigos que estaban más adelante. Todo eran bromas, siempre sonreían, siempre se divertían pero, en el fondo, siempre fingían.


Sus corazones huyeron juntos, pero ellos seguían atrapados en la realidad, destinados a permanecer separados para siempre.


MYR