Ella
se despertó sobresaltada, en medio de la noche. Le había despertado otra vez
esa sensación. Esa sensación que te hiere por dentro, que te desgarra, que te
desazona, pero que a la vez te impulsa a vivir al límite, a luchar, a amar con
intensidad, a que cada segundo sea importante. Esa sensación de que mañana
puede ser el último día en este mundo, de que todo se derrumbará, todo caerá,
todo desaparecerá. Esa sensación tan certera de que la muerte acecha, cercana,
sigilosa, oscura, y que no titubeará al dejar caer su filo sobre cualquiera.
Se
secó el sudor de la frente y miró al hombre con el que compartía su lecho, al
único ser humano al que ella amaba de verdad. Él dormía. Su respiración era
profunda, pausada y rítmica. “No ocurre nada” –suspiró aliviada. Solo había
sido un sueño, y nada más que un sueño. Se recostó de nuevo junto a él,
intentando calmar su acelerado corazón.
Y
entonces lo oyó. Era ese zumbido, de nuevo. “¡No, no, no!” –pensó desesperada,
mientras corría a la ventana de la habitación, en la que se habían ocultado
para pasar la noche, a observar al exterior.
Y
allí estaba, como las alas de la muerte extendiéndose sobre el cielo, como un
manto oscuro de miedo y dolor. Allí estaba aquella máquina infernal, esa
especie de nave-robot que controlaba a toda la humanidad desde que se había
impuesto la dictadura unos 10 años atrás. Estaba escaneando los edificios, como
solía hacer de vez en cuando, y si a su parecer el diagnóstico no era correcto,
no dudaría en abrir fuego, en arrasar todo cuanto tuviera delante, en asesinar.
Millones de seres humanos habían muerto injustamente aniquilados por ese
peligro que siempre estaba acechando, por la justicia “divina” que se atribuía
el Dictador.
La
máquina, parada frente a ese edificio, desplegó su cañón y abrió fuego. El
edificio, en un abrir y cerrar de ojos, quedó destruido, envuelto en llamas. Y
el silencio se convirtió en el caos, en el horror, en el terror de las
pesadillas de los niños que no habían podido disfrutar de su infancia, en la
muerte.
La
nave se acercó al siguiente edificio, lo examinó y también lo destruyó.
La
joven, aterrorizada, despertó a su amante apresuradamente. Tenían que salir de
allí. El hombre, al darse cuenta de lo que ocurría, se vistió con rapidez y echó
un rápido vistazo al exterior a través de la ventana. Ambos edificios habían
quedado reducidos a cenizas, a escombros, a nada.
La
máquina viró, y se detuvo frente al edificio en el que ellos estaban.
-Salgamos
de aquí de inmediato.
El
joven agarró a la mujer de la mano y ambos se apresuraron a salir de la
habitación. Corrieron todo lo que pudieron por los pasillos y accionaron el botón
del ascensor, pero éste no respondió. Al parecer llevaba demasiado tiempo sin
funcionar.
-¡Por
las escaleras!
Ambos
corrieron hasta ellas y comenzaron a bajarlas todo lo rápido que les permitían
sus agotadas piernas, hasta su último aliento.
Estaban
ya por el 5º piso cuando escucharon una estruendosa explosión de los pisos
superiores, seguido de llantos, gritos y pasos apresurados de personas que
intentaban salvar sus vidas. El edificio quedó a oscuras, pero eso no detuvo a
los dos jóvenes. Continuaron bajando las escaleras, esquivando en todo momento
escombros que caían a su paso, procedentes de las paredes y el techo del
edificio, que se desmoronaba poco a poco.
Oyeron
otra explosión, esta vez más cercana a ellos. Todo tembló. Ambos se abrazaron,
temiendo que aquello fuera su fin. Pero no lo fue. Cuando pudieron reaccionar,
retomaron su huida. Ya estaban cerca, muy cerca de la salida.
Continuaron
corriendo, jadeando, sacando fuerzas de su interior, hasta llegar al rellano
principal de la planta baja del edificio. Al fondo, podían ver por fin la
salida. Avanzaron con rapidez hacia ella y al llegar la cruzaron, pero aún no
eran libres, pues al otro lado les esperaban una veintena de autómatas
humanoides.
-
Están ustedes quebrantando el toque de queda. Vuelvan al interior del edificio
o abriremos fuego –dijo el comandante mecanizado.
No
podían regresar al interior, pues el edificio estaba a punto de derrumbarse, y
debían alejarse de ahí cuanto antes. Pero con una veintena de esos androides
custodiando la salida, esperando al más mínimo movimiento para disparar, pocas
posibilidades tenían de escapar con vida de aquella situación. El hombre,
frustrado, apretó los puños con fuerza. La joven se abrazó a él.
-
Hasta aquí hemos llegado –dijo él con resignación, dando voz a los pensamientos
de ella.
Se
miraron a los ojos, con ternura, con tristeza, con amor. En aquella mirada
había un mundo, se lo decían todo, que se amarían hasta el final, que a pesar
de todo habían encontrado la felicidad el uno en el otro. Pero también se
dijeron que si iban a morir, no lo harían como ratoncillos acorralados, si no
como guerreros, luchando, como siempre, hasta el final. El joven se lanzó
contra el líder de los androides, y antes de que éste reaccionara, le golpeó
con fuerza y se hizo con su rifle. El resto de los autómatas, se dispusieron a
dispararle, pero el joven se refugió utilizando al comandante de escudo.
-¡Corre!
–le gritó a la joven.
-¡No
me iré sin ti! –replicó ella.
-¡Huye!
No aguantaré mucho –dijo entre dientes, sujetando al robot con esfuerzo, que
forcejeaba para liberarse de su captor-. Ve al lugar donde nos conocimos. Yo
iré en seguida –añadió, mientras aguantaba la andanada de disparos protegido
tras el amasijo de metal del comandante androide.
La
joven no se movió del sitio. Se quedó mirando a su amante con los ojos abiertos
como platos, horrorizada. Si se marchaba, nunca más volvería a verle. El hombre
disparaba sin parar al resto de androides que comenzaron a rodearle
temerosamente.
-¡Vamos!
–insistió el hombre-. ¡Hazlo por él! ¡Por nuestro hijo!
La
joven se llevó la mano al vientre. Allí crecía una vida, el fruto de su amor,
la esperanza del futuro, un ser inocente que dependía de ella. Miró un segundo
más al hombre al que amaba, con las lágrimas inundando sus ojos, y salió
corriendo.
El
joven disparó a los robots, cubriendo la retirada de su compañera. Ella corrió
y corrió hasta perder el aliento, hasta dejar todo atrás, al edificio
derrumbándose, a los robots centinelas, al amor de su vida, y se refugió en las
ruinas de lo que antes había sido una cafetería situada en una de las calles
más prestigiosas de la ciudad. Allí fue donde se habían conocido los dos,
tiempo atrás, cuando tan sólo eran unos niños, cuando el mundo no estaba
destrozado, cuando aún había vida en las calles, y las risas de los niños
inundaban los parques. Ahora ya nada de eso existía.
La
joven se derrumbó en el suelo y esperó, sollozando. Pasaron varios minutos,
varias horas, pero ella seguía allí, sin moverse, esperando. Con cada minuto su
esperanza moría un poco más, hasta que la voz de la razón desgarró su corazón
como un puñal envenenado. Él ya no volvería. No volvería a ver su sonrisa, ni
su mirada, ni sentiría de nuevo la caricia de sus manos tiernas, ni los
apasionados besos de sus labios. Estaba muerto.
Hundió
la cabeza entre los brazos, y las lágrimas rodaron por sus mejillas. Estaba
sola. Se llevó la mano al vientre. Bueno, no del todo, se dijo. Pero ella sola
no podría sobrevivir a ese mundo, no podría proteger a su bebé. No lo lograría.
No podría luchar sin él. Y no quería.
De
pronto, la destartalada puerta del local se abrió, sobresaltando a la joven, que
se levantó del suelo asustada. No podía creer lo que veían sus ojos.
-Estás
vivo –dijo en un sollozo casi inaudible.
-Sabía
que me esperarías –dijo él.
El
joven cojeaba, pues le habían herido en la pierna, pero no parecía grave.
-Siento
la tardanza. Había centinelas plagando las calles. Tuve que refug… -ella le
llevó una mano a los labios.
-No
importa –le dijo con dulzura-. Solo importa que estés aquí.
Entonces
le besó, como si fuera la primera vez, con pasión, con dulzura, con
desesperación, como si con ese beso pretendiera detener el tiempo, cambiar el
mundo y permanecer juntos para siempre.
¿Qué
sentido tenían sus vidas, en medio de un mundo destrozado? Siempre huyendo,
sobreviviendo, siempre alerta, sin poder disfrutar ni un minuto, añorando
aquellos años donde aún quedaban bosques, parques, donde había vida, recordando
con dolor la muerte de sus familiares, de sus amigos.
Se
tenían el uno al otro, y mientras esto fuera así, lo demás no importaba. Pues
el amor verdadero lo puede todo, y traspasa todas las barreras, incluso la
inquebrantable barrera de la muerte.
BEGGA